Bajo el esplendor de la luna, en una noche (otros dicen en la mañana) del 31 de Octubre de 1517, un monje se apresura a la puerta de la iglesia de Wittemberg, en sus manos lleva un pergamino que contiene 95 postulados o tesis en donde se manifiesta en contra de la venta de indulgencias y la sola oportunidad de ganarse la Salvación a través de las obras. No era una protesta, ni mucho menos una declaración de guerra contra la iglesia Católica, era una invitación al debate razonado y bíblico para aclarar estos puntos que según él estaban desviando a las personas de las Sagradas Escrituras.
No era su intención causar una revuelta o desencadenar una “Reforma”, pero le fue imposible no inmutarse ante las cadenas que había impuesto el papado, ante una iglesia que controlaba la vida de sus miembros desde la cuna hasta la tumba. El movimiento reformador no intentaba crear una nueva religión, ni mucho menos producir un cisma, sino regresar a la Biblia como la única regla infalible de fe y práctica.
El problema esencial con el que se estaba lidiando aquí no era político, ni filosófico, ni económico, ni social; ni siquiera era de índole moral. Lo que se necesitaba con urgencia no era limpiar la casa simplemente, sino revisar sus cimientos, un retorno a la definición nuevotestamentaria de la Iglesia, basada en un fresco entendimiento del evangelio de Jesucristo.
"La noche que clavó sus famosas tesis, Martin Lutero no pretendía provocar una revolución religiosa, sino llamar la atención de la iglesia que en ese momento amaba y respetaba. Pero esos martillazos habrían de cambiar para siempre la historia del mundo". (Sugel M.)
493 años después resuenan en nuestros oídos las palabras reforma, cambio, restaurar, etc. Y mis ojos contemplan un panorama parecido al que veía Lutero, pero algo absorbe poderosamente mi atención y es que no veo a nadie corriendo hacia la iglesia con pergaminos y martillo.
Se necesita de hombres y mujeres que pongan la voz de evangelio por encima de cualquier interes individual.
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